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Entonces el rey ordenó al sumo sacerdote Jilquías y a los demás sacerdotes y guardas del templo que destruyeran todos los instrumentos usados en la adoración a Baal, a Aserá, al sol, la luna y las estrellas. El rey hizo que todo fuera quemado en los campos del valle de Cedrón, en las afueras de Jerusalén, y llevó las cenizas a Betel. Mató a los sacerdotes paganos, que los anteriores reyes de Judá habían instituido para quemar incienso en los santuarios de las colinas, a través de todo Judá y aun en Jerusalén. También a los que ofrecían incienso a Baal, al sol, a la luna, a las estrellas y a los astros. Hizo quitar el abominable ídolo de Aserá del templo del Señor, y lo llevó a las afueras de Jerusalén, al arroyo de Cedrón. Allí lo quemó y lo redujo a polvo, y arrojó el polvo sobre la fosa común.

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